Para los que hemos degustado o padecido el Windows 8, y lo usamos a diario con la sensación de no saber exactamente en qué sistema está uno trabajando, llega una actualización gratuita (insisto, para los que teníamos el 8; en caso de venir de otro Windows, creo que hay que pagar): hablamos del Windows 8.1. La hemos instalado, y, a los dos días, vuelto a desinstalar.
Puede ser que presente algunas mejoras con respecto al Windows 8, pero presenta igualmente una serie de errores (o incompatibilidades) que nos han forzado a desinstalarlo: no soporta demasiados antivirus, pues estos no han tenido tiempo de adaptarse a los cambios (por ejemplo, solo acepta la versión gratuita del Avast 2014); además, en nuestro caso concreto, su instalación provocó que el sistema operativo dejase de reconocer la tarjeta gráfica. Es posible que informáticos o usuarios más experimentados que nosotros fuesen capaces de resolver y superar estas y otras dificultades, pero, después de unas cuantas horas de consultar foros y comprobar que no éramos los únicos a los que el Windows 8.1 generaba problemas de este tipo, decidimos volver a la versión anterior. Lo cual supuso, claro está, 6 o 7 horas de trabajo nocturno que podíamos haber invertido en menesteres más útiles -como dormir, que falta nos hace.
Según un artículo del NYT que acabamos de leer, las modificaciones no siempre fáciles de asimilar que el Windows 8 trajo consigo puede ser que se hayan reducido un tanto con los baby steps del 8.1, pero tenemos la impresión de que el resto de empresas de software no se han adaptado del todo al 8.1, y además, la sensación de no saberse ubicado del todo (ahora Inicio, ahora Escritorio, y vuelta a Inicio, etc.) persiste.
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